Quieres pintar y no sabes qué. No tienes que irte muy lejos para toparte con uno de los temas más elementales y asequibles de la pintura: el autorretrato. Puestos a retratar a alguien, resulta que nuestra cara es la que mejor conocemos, la que más íntimamente sentimos, una de las que más nos interesan y, además, está siempre a nuestra disposición a condición de estar provistos de un espejo o sucedáneo. Que sea un ejercicio interesante de introspección aún suma ventajas. Ante el espejo y pincel en ristre, debes someterte a un cierto rigor para no ahogarte como Narciso; si vences la tentación, la práctica será provechosa. Tendrás ante ti un pedazo de ti mismo que se ha desgajado y ahora, en su quietud, acumula vida propia. ¿Qué harás con él? ¿Fue solamente para pintar por pintar y porque sí que multiplicaste tu rostro? Si pintaste para algo, puede ser también que pintases para alguien. Por regla general, te autorretratas para ti, para verte y medirte sin las distracciones del movimiento y el tiempo.
También Rembrandt, prolífico retratista que se desgajó cientos de veces, se retrataba la mayoría de las veces para sí mismo.
Rembrandt se veía y se sentía un tipo de lo más digno. Se disfrazaba de joven virtuoso y melenudo, de apuesto caballero, de dignatario oriental, de buen burgués, de sabio anciano. Se disfrazaba y, cuando se veía como se quería ver, se pintaba. Pero al menos una vez se retrató no para su satisfacción íntima sino por y para los demás. Si en los autorretratos que se guardaba para sí se pintaba disfrazado, en este otro, en el que era para los demás, se pintó sin adornos, desnudo (en un sentido figurado, que es a veces el más literal de los sentidos).
Si acaso, admitimos que sí se cubrió con el ropaje de la alegoría. En este autorretrato, Rembrandt encarna a Zeuxis, pintor de la Antigua Grecia renombrado por el prodigioso realismo de sus obras. Según la leyenda, Zeuxis rió hasta morir cuando una vieja le encargó una pintura de Afrodita insistiendo en servir ella misma de modelo divino. Zeuxis, quiero decir Rembrandt, presenta un aspecto tosco, esperpéntico incluso. Más que un virtuoso artista, parece un viejo burlón y grotesco. De todas las decenas de autorretratos que pintó Rembrandt, sólo en éste y en otro más enseña su perfil izquierdo. Y no es casualidad. Si para sí se pintaba de su lado bueno, a los demás les muestra el malo. Solemne casi siempre de puertas adentro, aquí parece un viejo bufón que en su doble juego de autorretratado y alegoría, de Zeuxis y Rembrandt, dice entre carcajadas: “conque así me veis. Pues así me pinto, con vuestros ojos. Y me veis como era Zeuxis, que murió de la risa provocada por la vanidad de una vieja fea que se creía joven y guapa. Reíos, y yo me reiré más fuerte y me reiré el último. Me pinto y me río de vosotros al pintarme como me veis. Ved si paráis mi risa; ved siquiera si la desentrañáis.” Se salda así su venganza contra los sinsabores de toda su vida, de la bancarrota, del desprecio de sus clientes y coetáneos. Aún no ha parado de reír.