Un mal clavo arruina una herradura que hace tropezar a un caballo que hace caer a un caballero que hace perder una batalla que hace perder la guerra con que se pierde el reino. Joder con el clavito que clavó Pablito.
Tan rico es este enrevesado refrán que contiene dos (y seguro que más) lecciones. Dos, al menos, que saltan a la vista de inmediato. La primera lección, la más fundamental, advierte contra el trabajo mal hecho y la falta de atención a los detalles. Cada clavo cuenta. La segunda, por otro lado, le recuerda a uno que el azar nos tiene cogidos por donde más duele; que en cualquier momento una nimiedad nos hace perder el reino. No todo se puede controlar, pero hay que intentar controlarlo todo. Así, la primera lección y advertencia se enzarza con la segunda y nos deja aturullados. Entre el estruendo de la caballería remachadora de clavos, buscamos una tercera lección, que seguro que la habrá. Y luego una cuarta, y así sucesivamente. Qué jaleo. Es que en la guerra y en el amor todo vale.
La ambigüedad de los refranes permite dar lecciones para cada ocasión. No hay universalidad en los casos particulares; no se le pueden pedir peras al olmo, es decir, fórmulas universales de conducta. No sirven para eso los refranes, sino para advertir, siempre para advertir (pues quien avisa no es traidor). Sus avisos, en general, tienen esta forma: “ten cuidado porque a veces ocurre esta cosa.” La ambigüedad nada axiomática del “a veces”, la heurística que hace la de Don Tancredo, permite, por supuesto, avisar también: “ten cuidado, porque otras veces ocurre justo la contraria”. Y aún: “ten cuidado, porque hay veces en que no ocurre ni la una ni la otra. Qué misterio, ¿verdad? Tú, por si acaso, ten cuidado. Lleva siempre muda limpia”. Los refranes son de la escuela de la prudencia, siempre y cuando consejos vendan pero para sí también tengan. Los refranes no hay que tomárselos demasiado en serio; menos aún a quien usa de ellos. Nadie puede dar consejo, pues no existe hombre tan viejo. Pero, por otro lado, del viejo, el consejo. Y quien no oye consejo no llega a viejo. Así que ¿qué más añadir y aconsejar al lector que esto lee? Hechos, y no palabras. O, como mínimo, imágenes, alguna de las cuales vale más que mil palabras. Ver para creer. ¡Sí, un último refrán! Más vale guardar silencio y parecer tonto que abrir la boca y despejar toda duda. Punto en boca, etcétera
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